En un acto de crueldad calculada, cuatro hombres llegaron a una casa, engañaron a un menor para que abriera la puerta y, al instante, asesinaron a su madre con disparos. Esta horrorosa escena, que se desarrolló en Lurigancho-Chosica (Perú), no solo marca otra víctima de la violencia armada, sino que expone una herida profunda: cómo los crímenes invaden espacios que deberían ser seguros, cómo el miedo se instala en lo cotidiano, y lo urgente que es reconstruir confianza y protección.
Lo que se sabe hasta ahora
Jocelyn Oqueño, madre de familia de 30 años, fue sorprendida y atacada en su vivienda. Al momento del ataque estaban presentes su hijo menor, quien sin saber las consecuencias, abrió la puerta que los sicarios golpeaban.
Los agresores iban en motocicletas, lo que facilitó una huida rápida tras el crimen.
El ataque fue atroz no solo por la violencia física, sino por el componente psicológico: exponer al niño al horror, convertir su casa en escenario de muerte.
Aunque las autoridades han iniciado investigaciones, la familia exige respuestas claras y justicia pronta, pues la impunidad alimenta el dolor y la tragedia.
Reflexión institucional y social
Este tipo de hechos deberían alarmar no solo como sucesos aislados, sino como síntomas de una falla colectiva. Cuando alguien engaña a un niño para entrar a una casa, cuando la seguridad no protege a los hogares, cuando la violencia con arma de fuego se normaliza, nos estamos quedando sin barreras frente al horror.
¿Por qué la violencia puede irrumpir tan fácilmente en espacios privados?
¿Qué tan vulnerables se sienten los ciudadanos en sus propios hogares?
¿Dónde están los mecanismos de prevención, las alertas tempranas, los planes de seguridad comunitaria?
Llamado a la acción
Apoyar la memoria de Jocelyn y todas las víctimas similares es responsabilidad de todos:
Exigir justicia: que los responsables sean capturados, que haya juicios justos, transparentes, con sanción ejemplar si corresponde. La justicia disuade, señala que la sociedad no tolera el crimen.
Apoyar a los sobrevivientes: tanto al niño como a la familia merecen atención psicológica, acompañamiento, protección. El trauma de vivir algo así es profundo y duradero.
Fortalecer la prevención local: vecinos organizados, vigilancia comunal, apoyo de autoridades para patrullajes, control de armas, y procesos educativos en comunidad sobre violencia, resolución de conflictos, ciudadanía.
Reclamar estados seguros: los gobiernos locales y nacionales tienen obligaciones concretas para proteger la vida, asegurar la paz doméstica, asegurar que un hogar sea un refugio, no un escenario de miedo.
Conclusión
Jocelyn no debería haber muerto. Su hijo no debería haber sido partícipe involuntario de un crimen. Ninguna madre, ningún hogar debería vivir con temor de que una puerta pueda convertirse en trampa.
Este crimen nos interpela: no podemos mirar para otro lado. Las puertas de nuestras casas no se abren sólo con llaves; también deberían abrirse con confianza, con justicia, con esperanza. Si dejamos que la violencia tome también lo que más queremos —nuestros hogares, nuestras madres, nuestros hijos—, nos estamos dejando vencer poco a poco.