El oscuro origen del secuestro de Lyan Hortúa: una deuda de sangre, cocaína y venganza en el corazón del narcotráfico colombiano

Valle del Cauca, mayo de 2025 — Lo que comenzó como el secuestro de un niño de 11 años conmovió a Colombia entera. Durante 18 días, el país vivió en vilo esperando la liberación de Lyan José Hortúa Bonilla, raptado el 3 de mayo de su vivienda en Potrerito, Jamundí. Pero tras el desenlace feliz, emergió un trasfondo aún más perturbador: una supuesta deuda narco millonaria, una historia familiar marcada por la violencia criminal, y una red de conexiones con uno de los capos más temidos de Colombia, alias “Diego Rastrojo”.


🎯 Un niño en el punto de mira de los narcos

El secuestro de Lyan no fue un hecho aleatorio. Según fuentes judiciales y de inteligencia, se trató de un acto deliberado orquestado por las disidencias de las FARC, Frente Jaime Martínez, bajo el mando de alias “Oso Yogui”, uno de los hombres de confianza en la región para operaciones de alto impacto. El rapto fue ejecutado por encargo: los autores materiales actuaban por una suma entregada por viejos integrantes de la desaparecida organización criminal Los Rastrojos.

La razón: una deuda. Una deuda que no le pertenecía a Lyan, ni a su madre, ni siquiera a su entorno inmediato. Se trataba de una cuenta pendiente de más de 37 mil millones de pesos, una cifra estruendosa que tenía como origen las viejas alianzas criminales que su padre biológico, ya fallecido, había tenido con alias “Diego Rastrojo”.


☠️ El fantasma de “Mochacabezas”

El padre de Lyan, José Leonardo Hortúa, conocido en el mundo del crimen como “Mascota” o “El Mochacabezas”, fue uno de los hombres más violentos de Los Rastrojos. Se ganó su apodo por la brutalidad de sus crímenes: decapitaciones, mutilaciones y masacres fueron parte de su historial. Aunque fue asesinado en 2013, dejó detrás un rastro de deudas impagas y enemigos poderosos.

Con su muerte, su familia —incluido Lyan, su hijo— se convirtió en el blanco de una venganza silenciosa. La estructura residual de los Rastrojos, ahora debilitada pero aún activa en alianzas con grupos armados como las disidencias de las FARC, activó un mecanismo de presión: exigir el pago de las deudas a través de métodos de terror. Y en este caso, el blanco fue el hijo.


💰 Un rescate que no lo cubre todo

Durante los 18 días de cautiverio, Lyan fue mantenido en condiciones precarias. Estuvo amarrado, bajo amenazas constantes, aislado, en un lugar rural del suroccidente del país. Su liberación se produjo luego de que su familia, en coordinación con mediadores humanitarios, accediera al pago de un rescate de aproximadamente 4.000 millones de pesos, una pequeña fracción de lo que se exigía.

La familia —compuesta por su madre Angie Bonilla y su padrastro Joshua Suárez— nunca reconoció abiertamente la deuda, pero el pago silencioso fue suficiente para permitir que el menor regresara con vida. Sin embargo, la amenaza no desapareció.


⚰️ Muerte tras la liberación

Un día después de que Lyan volvió a casa, se conoció el asesinato de Jesús Antonio Cuadros Osorio, un empresario caleño y primo del padrastro del menor. Cuadros fue señalado por las autoridades como uno de los intermediarios clave en el pago del rescate. Su muerte se produjo en el norte de Cali, luego de que sicarios le dispararan a quemarropa.

Cuadros no era un desconocido para la justicia. En 2013 ya había sido vinculado a una investigación por narcotráfico y sobrevivido a un intento de secuestro. Su asesinato deja en claro que, en el mundo del narcotráfico, los pactos no siempre terminan con un pago.


🕸️ Una red de crimen, pasado y herencia

El caso de Lyan Hortúa refleja con crudeza cómo las deudas criminales se heredan como maldiciones silenciosas. Aunque el menor y su madre no tienen vínculos actuales con estructuras delictivas, su apellido, su sangre, y el legado violento de su padre los convirtieron en objetivos de una cadena de venganza tejida en los años más oscuros del narcotráfico colombiano.

El responsable intelectual de este secuestro, alias “Diego Rastrojo”, se encuentra detenido en Estados Unidos desde hace años, pero su influencia persiste. Su estructura criminal, aún viva en redes informales, habría ejecutado esta acción para recuperar recursos supuestamente hurtados o no entregados por antiguos socios.


🧨 El país que hereda su violencia

Más allá del impacto emocional y del alivio que representa la liberación de Lyan, el caso abre un debate profundo sobre la persistencia del poder criminal en Colombia, los lazos invisibles entre el pasado y el presente, y cómo las víctimas del conflicto armado y del narcotráfico pueden seguir siendo perseguidas generaciones después.

Este caso también pone en evidencia la fragilidad de la infancia en contextos violentos, y la necesidad urgente de políticas de protección integral, especialmente para familias que, aun intentando rehacer sus vidas, siguen expuestas a los tentáculos del crimen organizado.


✊ Una liberación con cicatrices

Lyan está de vuelta, y Colombia respira. Pero el mensaje que deja su historia no puede ser ignorado. Hay niños en este país que, sin deber nada, lo deben todo. Que son perseguidos no por lo que hicieron, sino por lo que fueron sus padres. Y que son arrancados de su niñez por redes criminales que no perdonan, no olvidan y no sueltan.

En una nación que busca la paz, la historia de Lyan Hortúa es una herida que exige justicia, verdad y protección. Porque los niños no son botín de guerra, ni garantía de pago, ni instrumento de terror.

Son futuro. Y hay que defenderlos como tal.

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